lunes, 1 de diciembre de 2008

Desarraigo vital.


La muchacha llevaba horas con la Carta Blanca en la mano.

Temprano en la mañana pasó por las oficinas de inmigración a recogerla. Esa carta era casi el trámite final para su salida legal del país.

Ahora que estaba a punto de lograr sus sueños, le temblaban las piernas. Sabía que ese temblor no lo provocaba el temor a salir de Cuba para un país extraño donde se habla otra lengua que hay que aprenderse de verdad si se quiere triunfar; tampoco lo provocaba el miedo al cambio, a lo desconocido, a vivir en un lugar donde no se tiene familia, ni amigos, solo un puñado de conocidos.

Ya había pensado y sopesado todo eso antes de lanzarse a la aventura de comprometerse con un casi desconocido ciudadano cubano-americano que le propuso matrimonio para ayudarla a salir del país.

Temblaba de miedo, por no saber cómo decirle a sus padres que había contraído un compromiso formal con José Alberto, el nieto de Andrea. No sabía cómo explicarles la forma en que obtuvo la visa de fiancé que la autorizaba a entrar a Estados Unidos y permanecer legal por tres meses en los que estaba supuesta a casarse legalmente con el novio que la reclamó. Novio que ella a penas conocía aunque se había acostado con él varias veces.

La decisión estaba tomada. La vida en Cuba se le hacía insoportable. Tenía 25 años y un titulo universitario. Recién había terminado su servicio social en la secundaria del pueblo Las Terrazas, en Pinar del Río.

Desde pequeña muchas veces se dijo a sí misma que no quería una vida como la de sus padres. Ambos profesores, profesionales con doctorados, quienes para poder comer todos los días tenían que "inventarla" fabricando lámparas con poliespumas y pedazos de botellas de vidrios de diferentes colores, escondidos por las madrugadas para que los vecinos no los vieran. Viviendo siempre con el temor de que Nina, la presidenta del CDR, a quien ya le habían regalado más de tres lámparas para mantenerla callada, un mal día los delatara con la policía. Ellos no tenían licencia para trabajar como artistas artesanos independientes. Cada vez que la solicitaban era la misma respuesta: "ustedes son profesionales, las licencias se las damos a los que no tienen trabajo, a los artesanos artistas".

¡Como si sus padres no fueran verdaderos artistas en eso de las lámparas y en las ventas a escondidas!" Ventas ilegales, que le permitían asegurar el pan de cada día y hasta la ropa y los zapatos...

Ella sentía que no había nacido para continuar con esa vida mediocre en un país donde no se puede ni hablar, y se vive con la angustia de tener siempre varios ojos vigilándote, rodeándote; con vecinos siempre pendientes hasta del olor que sale de tu cocina. Esa vida donde trabajas, horas y horas por un mísero salario en tu profesión que te gusta pero que no puedes ejercer libremente porque hasta para investigar hechos históricos ocurridos en el país antes y después de la Revolución, tienes que tener el permiso oficial del Partido Comunista, y si lo consigues, debes, periódicamente informar qué haces, qué has revisado, qué has encontrado y cuando crees que has logrado algo importante, viene la censura y le quitan y le ponen lo que ellos entiendan y luego te dicen que debes esperar , que no hay condiciones ahora para publicar tu libro porque todas las imprentas del país están muy ocupadas cumpliendo con sus planes quinquenales de publicaciones de libros de texto...

El deseo de irse del país la estaba rondando desde mucho antes de conocer a José Alberto. Lo había decidido desde que estaba en el pre, solo que no había tenido la oportunidad de hacerlo.

Con todas estas ideas que iban y venían y la tenían a punto de estallar en llanto, la joven se sentía acorralada. Pensaba en sus padres, ya viejos, cansados de trabajar toda una vida para nada.

Para ella la única solución que podría cambiarlo todo, era su salida del país. Estaba convencida de que una vez que estuviera en tierra norteamericana, tendría que trabajar fuerte, superarse, lograr estabilidad económica, hacerse ciudadana americana y para luego reclamarlos. Había calculado que estarían separados por un promedio de seis a diez años con la posibilidad de dos o tres visitas legales de ella a la Isla. En ese tiempo podían pasar muchas cosas, pero había que arriesgarse. Estaba muy convencida de que no vale la pena vivir en una tierra que no sientes como patria porque no respetan tus derechos humanos, en la que sientes tu dignidad violada constantemente y no puedes hacer nada para evitarlo porque es la herencia social que te ha tocado al nacer allí, donde todo está decidido de antemano por quienes ni siquiera conoces.

Lo había pensado durante mucho tiempo. Todo estaba bien calculado. Pero sentía que algo se desgarraba dentro de ella y ese algo estaba muy relacionado con sus padres.

Ellos tuvieron la oportunidad de irse cuando eran jóvenes, cuando ella no había nacido todavía.. No lo hicieron por amor a la tierra donde nacieron y porque creyeron que de verdad estaban construyendo una sociedad mejor.

Al igual que muchos, ellos también se creyeron el cuento de la nueva sociedad justa y equitativa. Cuando descubrieron la mentira, ya era demasiado tarde. El hombre nuevo se les escapó de las manos. Por suerte ninguno se parece al Che. El hombre nuevo cubano vive del "invento" o se lanza al mar en busca de libertad, libertad por la cual muchos han perdido sus vidas en el Estrecho de la Florida y en otras zonas de los mares abyacentes.

A estas generaciones de hombres nuevos les ha tocado crecer sin juguetes, sin ropas sin abrigos, sin comida y sin risas. Son unas cuantas generaciones sin voluntad propia, que han crecido escuchando y repitiendo las célebres frases: " esto cada día está peor, no hay quien lo arregle, pero tampoco hay quien lo tumbe". Frases condenatorias que conllevan a la resignación, a la inacción, al conformismo, al estatismo; frases propias de una sociedad en la que se vive con miedo porque no se sabe quien es el que está a tu lado, donde se sospecha de todos y de todo; sociedad fragmentada, dividida y enfrentada.

Cuando todas esas imagenes y razonamientos terminaron de desfilar por su mente juvenil, se levantó de la cama y se fue directo a hablar con sus padres.

Estaba hecha un manojo de nervios, escalofríos y temblores, pero tuvo el valor de mostrarles la Carta Blanca que llevaba en la mano; valioso documento, cual estandarte o llave mágica que le abriría todas las puertas...

Lástima que la muchacha en sus cálculos no tuvo en cuenta el dolor de la separación, ni la nostalgia que se adueña del que vive desterrado.

Tampoco calculó el sufrimiento y la agonía diaria de sus padres.

El dolor por la ausencia y por el derrumbe total de la familia..

Los años han pasado y las cosas nunca han sido como se imaginaron.

Los viejos solo la han visto en dos ocasiones, ni siquiera conocen a sus nietos.

Y lo peor, ya la hora final se anuncia en los papeles escritos por los médicos donde se menciona una enfermedad letal que les está tocando en la puerta...

Esperanza E. Serrano

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