martes, 17 de febrero de 2009

Desde acá, del otro lado del mar


Hace unos días mi hija Julia regresó de Cuba. Tal como habíamos quedado, la fui a recoger al aeropuerto de Miami. La noté muy cansada y extremadamente triste. Sus ojos habían perdido el brillo que los caracterizaba antes de su partida. No quise ser indiscreta, por lo que no le hice preguntas. La conozco muy bien. Por su mirada triste y perdida sabía que otra vez había caído en un estado depresivo.
Le mostré mi alegría de tenerla de regreso. La mime como hacemos las madres cuando vemos a nuestros pequeños pasando un mal rato. La llevé a almorzar a un restaurante de comidas cubanas. A pesar de que la comida estaba deliciosa, Julita a penas probó los frijoles negros, el arroz y el bistec de palomilla que había pedido. Tampoco se comió el flan de leche, su dulce preferido. Todo esto, unido a su mirada triste y su silencio prolongado, me tenían muy alarmada. Traté de animarla un poco hablándole de cosas comunes que nos atañen a las dos; le conté de lo mucho que la extrañé en esos quince días que estuvo por allá. Al ver que no me prestaba mucha atención, guardé silencio, esperando por ella. Sabía que en cualquier momento me contaría los detalles de su visita a Cuba.
Hicimos el viaje de regreso a casa sin intercambiar palabras. Coloqué en el CD Player del carro, el último CD de Billy Joe que ella me regaló por Christmas. Mientras conducía, tarareaba las melodías y las letras un poco a mi manera y lo suficientemente bajo para no molestarla. Ella mantenía su cabeza ladeada, aparentemente miraba el paisaje que bordea la ruta 41 a ambos lados del camino que atraviesa los Everglades. Sabía que su mirada estaba ausente, porque su pensamiento estaba más allá de la Florida...
Hace ocho años que salimos de Cuba. Allá quedaron mis suegros, sus abuelos paternos a los que ella siempre ha querido mucho. Ellos la cuidaban cuando era pequeña, mientras su padre y yo trabajábamos largas jornadas en una escuela en el campo. Fueron ellos también los que la cuidaron cuando era una adolescente y nosotros seguíamos ocupados en buscar el sustento para toda la familia.
Era muy joven cuando salimos de Cuba, apenas había cumplido los dieciocho años. Ella no sabía nada de nuestros planes. Por precaución y para no preocuparla no le contamos nada hasta el último momento. La sorprendimos la noche que nos escapamos en el barco pesquero que capitaneaba mi primo Alberto. Eran las tres de la madrugada cuando nos montamos en el jeep que nos llevó al puerto donde estaba anclado el barco. Ella estaba semi dormida, creía que salíamos de pesca clandestinamente. Protestaba molesta porque quería dormir. Solo cuando estuvimos seguros en altamar nos sentamos a conversar con ella. Al principio no lo creía, pataleo y lloró queriéndose lanzar al mar. Lloraba por sus abuelos, por su novio, por sus primos, sus tíos sus amistades, lloraba por todo lo que se quedaba atrás. Fue dura la partida y más dura aun para ella que no entendía nada sobre el por qué nos fugábamos de nuestra patria.
Los primeros años aquí fueron muy duros para todos, sobre todo para ella que no dejaba de pensar en sus abuelos y en sus primos cada vez que comíamos algo que a ellos les gusta, como las golosinas, la leche, los chocolates, las carnes, las ensaladas...
Romper la barrera del idioma tampoco fue fácil para ninguno de nosotros, pero lo logramos con dedicación, sacrificios y mucha tenacidad. Gracias al esfuerzo de esos primeros años, hemos podido avanzar económicamente.
Tan pronto tuvimos un dinero disponible invitamos a los abuelos para que vinieran para acá. La invitación se la pasamos con la idea de que se quedaran definitivamente. Al cabo de once meses ellos decidieron regresar. Ambos son personas mayores que han vivido toda su vida en su casita colonial en el municipio Playa, en Matanzas, cerca de las Cuevas de Bella Mar. Nos costó trabajo entenderlos, pero tuvimos que aceptar y respetar sus decisiones. Julita quedó muy deprimida con la separación de sus abuelos. Le prometimos que haríamos todo lo posible para que ella pudiera visitarlos todos los años, aun cuando tuviera que hacerlo violando las restricciones impuestas por el gobierno norteamericano.
Su primer viaje a Cuba lo estuvimos preparando por casi un año para reunir el dinero suficiente para que pudiera llevarle al menos un presente de valor a cada uno de nuestros seres queridos que viven allá, incluyendo sus amistades de la infancia y de la adolescencia, y muchas de nuestras amistades también. Ella partió con mucha alegría, muchos sueños y muchos gastos adicionales por el exceso de libras permitidas, más los pagos de impuestos de aduana de aquí y de allá.
La alegría de Julita por su viaje a Cuba, compensaba todo el sacrificio que hacíamos para reunir el dinero de los gastos para que ella pudiera compartir ampliamente todo lo que quisiera con la familia y con las amistades.
La tristeza reflejada en su rostro a su regreso, para mí, que nunca he visitado a mi tierra desde que salí de allá, era una gran incógnita. La ansiedad me devoraba mientras ella seguía impasible sin siquiera deshacer su pequeño equipaje…
Al cabo de tres largos días, mi hija rompió su silencio. Pausada, con una voz cargada de emociones encontradas, comenzó a hablar:
_ “Mami, si tú ves cómo está Cuba, te mueres. Matanzas está destruida. La gente vive en unas condiciones infrahumanas increíbles. No vas a creer nada de lo que te diga hasta que no veas las fotos y los videos. Te vas a sorprender cuando veas a mis abuelos, a mis primos, a mi amiga Susana y sus dos niños; a Cuca, la abuela de Eduardo, y al mismo Eduardo, tan lindo que era y ahora está que parece que me lleva un montón de años. Se ha vuelto un alcohólico. Se ha divorciado dos veces y hasta le faltan los dientes. No sabes cuánto me impresionó verlo así. Yo que tanto lloré cuando llegué aquí por lo mucho que lo extrañaba, yo, que todos estos años he vivido con la ilusión de un reencuentro con él, siento que algo muy lindo se ha roto dentro de mí.
“.. Cuando lo vi así, tan destruido, tan equivocado de la vida, tan perdido, reclamándome por haber venido para acá y según él por haber traicionado a la revolución... Si lo hubieras escuchado hablándome en un tono machista, haciéndome sentir mal mientras casi me exigía que le comprara botellas de Habana Club de las más caras que venden en los mercados donde no se paga con dinero cubano. Si hubieras escuchado las cosas que me decía, no sé lo que pensarías... Me reclamaba como si tuviera derechos sobre mí. Como si por el hecho de que fuimos novios por más de tres años cuando vivíamos allá, ahora yo tenga que hacer lo que él diga. Parece que como todos estos años me he mantenido escribiéndole a su abuela y al tanto de todo lo de su vida, él piensa que eso le da derechos sobre mí. Qué trabajo me costó quitármelo de arriba”...
Mientras mi hija hablaba, yo la observaba en silencio, sintiendo como le temblaba la voz y mirando cómo sus manos trémulas nerviosamente abrían y cerraban el pequeño maletín, como si tuviera miedo de mostrarme las fotos, o entregarme las cartas o tal vez inconscientemente no quería hacerme partícipe de su dolor y por eso quizás demoraba tanto en mostrar las imágenes fotográficas que había traído de Cuba.
Guardó silencio por unos minutos que para mi representaron casi un siglo, ya yo estaba a punto de lanzarme a abrir el maletín para sacar las cosas. A duras penas me contuve... Al fin ella prosiguió...
_”En los quince días que estuve allá, apenas pude compartir con mis abuelos, mis tíos y mis primos. El día entero y casi toda la noche la casa permanecía llena de gente. A veces había más de treinta personas sentadas haciendo cuentos de doble sentido, riéndose a carcajadas con un lenguaje callejero que yo ni entendía. Con todos los que estaban allí a la hora de la comida compartíamos lo que mi tía Aida preparara. Muchas veces me quedé sin comer porque por mucho que ella cocinara, no alcanzaba para todos los que iban llegando sin anunciarse. Mis tías no paraban atendiendo a todo el mundo. El fogón no se apagaba y el refrigerador a penas enfriaba de las tantas veces que se abría la puerta para sacar agua, refresco o cualquier cosa. Terminé comprándoles una nevera a mis abuelos para que por lo menos hubiera hielo.”
”Gente que yo ni conozco, otras que ni me acordaba de ellos, pero que dicen ser amigos de ustedes, me besaban en la cara y me daban fuertes abrazos para luego pedirme dinero, o que antes de irme le dejara lo que yo traía puesto en ese momento. ¡Ay, mami! ¡qué dolor me dio ver en la forma en que se vive en Cuba!...
“La gente no trabaja. A cualquier hora del día están los portales y hasta algunas calles, llenas de gente jugando dominó, tomando cerveza o ron casero, haciendo cuentos, escuchando música... Es como ver a un pueblo de gente idiotizada que se ríe burlándose de todo mientras se matan buscando algo que comer o buscando cómo inventar para ganarse unos dólares clandestinos para poder comprar en el mercado lo que no les venden en las bodegas o en las tiendas de productos que se pagan con dinero cubano. Esas tiendas están vacías mientras en los mercados o shopping hay de todo como en cualquier tienda de aquí, solo que hay que pagar con CU y los precios son altísimos. Mi primita Rachel se antojó de un relojito pulsera chino, de esos que abundan en los Dollars Store de aquí, Imagínate que el relojito aquel me costó $30.00. Si llego a saber eso, hubiera comprado unos cuantos aquí por ese mismo dinero y se los hubiera llevado.”
“Lo que de verdad da dolor es ver como se vive allá, sin aspiraciones de nada, detrás de lo que se les puede “pegar” como dicen ellos mismos tan pronto entran en confianza. El día que fuimos a las Cuevas de Bellamar aquello parecía una comitiva, te digo, de gente que yo ni conozco. Ellos se invitaron solos. No me dejaban ni caminar. Todos querían ser mis guías, como si se les hubiera olvidado que crecí correteando por esas cuevas. Al principio yo me sentía molesta extraña, hasta que me di cuenta que ellos lo que querían era almorzar con nosotros en el restaurante. Ese día me gasté en el almuerzo casi $300.00, éramos más de 25, pero no me pesa. Ellos se comieron aquella comida fría con un gusto como si fuera lo mejor del mundo.”
“¡Que hambre hay en Cuba, mami, y como la gente inventa para poder comer, aunque sea una cajita con congrí, yuca y unos trocitos de carne de puerco! Eso es un lujo allí.”
“El día que fuimos a Varadero no pudieron ir todos, porque no cabíamos en los carros...La playa sigue siendo tan linda como siempre, te diría que es lo único realmente bello que queda de los lugares de mi infancia. Ese día la pasé bastante bien, nadando y conversando con un poco de privacidad con mis primas cuando estábamos en el agua. Ese día nos fuimos antes de que llegara Eduardo, creo que por eso la pasamos mejor..."

Cuando llegó a este punto, abrió el maletín, sacó la cámara, la instaló a la PC y luego comenzó a mostrarme las fotos. Me costó trabajo reconocer a mis cuñadas, antes tan bonitas y elegantes y ahora me parecían mayores que yo. Mi suegra parece un cadáver con piel, mi suegro se ve un poco mas llenito que ella pero de cualquier manera se ve destruido...en la medida en que iban desfilando todos mis seres queridos por la pantalla del monitor, un nudo me apretaba la garganta. A todos los veía muy desmejorados. Me cuesta trabajo entender por qué siempre que llamamos allá, me dicen que están bien si yo los veo tan destruidos, a pesar de que siempre los hemos ayudado mandándoles algún dinero, ropas, medicinas y cuanto nos pidan. Si ellos, que tienen nuestra ayuda y la de mi cuñado, si ellos que todos los meses reciben dinero de aquí, están así, ¿cómo estarán los otros, los que no tienen ayuda de nadie? Pensando en los pobres infelices empezaron a desfilar ante mi vista las imágenes del pueblo. Que feo luce el lugar. Todo se ve sucio, gastado, gris. La mayor parte de las casas coloniales están destruidas o han sido sustituidas por otras construidas rústicamente con piezas de hormigón prefabricadas, parecen cajas de cartones descoloridas. Las pocas casas coloniales que quedan están casi en ruinas, algunas están apuntaladas, a punto de derrumbarse. Las aceras y las calles están llenas de baches y de huecos, pero es como dice mi hija, la gente camina de un lado para el otro, como zombis sonriendo ante tanta miseria.
Después de escuchar a Julita pude entender su mirada y sus lágrimas furtivas.
La Matanzas que nosotros conocimos o quizás la que hemos conservado en nuestra memoria, no existe, o tal vez somos nosotros los que hemos cambiado y ya no encajamos en esas imágenes cargadas de desencanto, miseria, y dolor... Dolor que también sentimos, pero desde otro angulo, desde acá, desde el otro lado del mar.

Esperanza E. Serrano

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