domingo, 5 de junio de 2011

Niños sin esperanzas


Por Aimée Cabrera.
Desde mucho antes del primero de junio, Día internacional de la Infancia, los medios oficiales destacaron la prioridad del Estado cubano por garantizar la salud y la educación de los niños, así como, alabar cómo vela por su integridad.
Si bien en Cuba los niños permanecen en sus escuelas durante el horario escolar que dura hasta la tarde, y se vela porque no sean obligados a trabajar, a ejercer la prostitución o a delinquir, no todos pueden hacer realidad sus ilusiones.
En primer lugar, son miles los niños cuyos padres no tienen posibilidades de comprarles al menos un juguete en el año. Los varones, sobre todo, juegan mal vestidos en las calles al fútbol o a la pelota, algunos lo hacen sin zapatos porque hay que dejarlos para ir a la escuela.
Las niñas tampoco tienen muñecas. Sus entretenimientos se limitan a compartir sus pocos juguetes, o jugar “a ser grandes”, mientras las madres no se dan cuenta de que se han posesionado de sus zapatos de tacón o de las alhajas.
Los niños cubanos son manipulados en las escuelas donde tienen que repetir de forma mecánica todo tipo de arenga política, alejada del pensamiento infantil, inocente por naturaleza.
La escuela no es siempre el templo de conocimientos ya que se observa la falta de maestros y hasta la pobre preparación docente de éstos. Los alumnos no saben cómo aplicar los conocimientos considerados objetivos del curso, y pasan de grado con muy mala base.
En las aulas de primaria de la Cuba socialista se observan grandes diferencias de clases entre los estudiantes. Unos tienen mucho y otros no tienen nada. Los educadores adulan a los poderosos y marginan a los más pobres.
Otra situación a la que no pueden dar explicación es el perder a sus colegas de aula de manera abrupta. La salida definitiva de las familias cubanas es una constante desde que se nacionalizaron las escuelas a principios de la década del 60. Es bien difícil que un aula comience y termine con la misma matrícula. Siempre hay infantes que desaparecen al partir a otros países con sus padres.
Otros se quedan en Cuba al no tener familiares directos en el exterior. Tal es el caso de Carla. Ella tiene once años y estudia para culminar el sexto grado. No se siente motivada a comenzar el nivel secundario porque sus retos y exigencias son mayores. Ella vive sola con su madre divorciada y sabe cuán difícil le será asumir algunos de los códigos propios de los adolescentes.
“Mi mamá es muy buena conmigo pero no puede hacer más. No voy a poder estrenar una buena mochila, ni tenis de marca como otros niños de mi aula, además, vamos a estar con niños que vienen de otras escuelas, no quiero pensar en eso”- dice Carla acostada en su humilde camita frente al televisor.
Otros se preocupan menos por estos detalles en apariencia, porque su comportamiento agresivo denota frustración por las carencias. Dayron y Yuniel están en quinto grado y tienen 10 años. Ellos juegan con otros vecinos de su edad pero son violentos y se imponen al resto. Viven con familiares agresivos y utilizan sus mismas frases vulgares y palabras soeces. Si alguien los regaña, lo miran fijo y continúan, como si no fuera con ellos. “Esa vieja es una pesá”- opina Dayron y tira piedras a un perro que corre y ladra en un balcón aledaño. “Si le dices algo a la madre se lo come a golpes”- admite una vecina que cuestiona a qué hora estudian los pequeños desarrapados.
El primero de junio es un día más, como lo puede ser el 20 de abril o el 14 de diciembre; aunque no es menos cierto que muchos de los miles de niños y niñas que malviven en la Cuba actual, no pierden la esperanza de hacer sus sueños realidad, quizás cuando tengan un poco más de edad y den un nuevo rumbo a sus vidas.

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